Te
tengo escarificada en el corazón de la amígdala. Como peligro y como desfase. Como el pico más
alto y el pozo más hondo. Con la definición más profunda de emoción, la que
sólo se entiende cuando se vive rebotando entre el negro y el blanco, y el
negro otra vez. El negro que me dejas cuando te vas o no terminas volver. Sin
grises matices ni centros mediocres, fogonazos de oscuridad hasta con los ojos
cerrados. Sin posibilidad de huida ni parálisis. Y con tu sonrisa presionándome
la sien.
La
despedida deja la sangre insípida. Contigo me sabía a dopamina. Me sabía a
vida. Ahora me sabe al más apático y amargo silencio, golpeando el travesaño de
tu boca desterrada, porque te tengo que querer a tientas entre escombros de un
tal vez declarado insolvente. Anclada por los tobillos y buscándote a
contracorriente, con el minutero clavado en la nuca. Atropellada bajo tus
piernas de arena.
Habría
sido la foto perfecta pero el temporizador nos estalló en la cara.
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